lunes, 31 de octubre de 2011

Dos mujeres y un seductor.

El hombre dieciochesco, o mejor sería decir, el amante dieciochesco entendía que había dos mujeres en cada mujer: una es la dama de sociedad, la que está cargada de de virtuosismo, la indiferente a los halagos de los hombres y a los placeres del cuerpo; la otra es la que se deja llevar por sus inclinaciones, la que cede (aunque no con excesiva facilidad) a los encantos del amante, la que invierte sus horas libres en dejarse fascinar, frente a la comodidad de su almohada y la calidez de su cama, por los hechizos de la novela libertina.

Conocedor de estas dos mujeres, el libertino emprende, con plena confianza en sí mismo, el camino de la seducción. Sabedor de que tiene el éxito asegurado, la seducción se convierte en un juego para él; no cae en la desesperación, por el contrario, goza con los impedimentos que la dama le vaya colocando en el camino; estos obstáculos aumentan su interés, hacen que se tarea se convierta en arduo trabajo, pero logran que su placer sea mayor al obtener la anhelada recompensa.

La mujer (la mujer inteligente), por su parte, le va poniendo constantes trabas al seductor, pero no con el propósito de ahuyentarlo, sino con el fin de mantener el interés por el virtuosismo (novedad) que implica la seducción. La mujer desea ser seducida aunque finja lo contrario; en su corazón hay una lucha por huir y dejarse llevar, pero triunfa la inclinación a saciar sus placeres; sabe que hay peligros y, sin embargo, se deja llevar por la llama que enciende su corazón, dejándolos de lado y restándole importancia a sus posibles consecuencias.

Rennyer González.

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